Tras viajar al pasado para extraer de él las fechas de su rumbo extraviado, Sercelino Piraza cuenta que “lloraba los primeros días y el frío partía el espinazo. Llegué a Bogotá solo, desplazado por los armados, el 28 de abril de 2003”. Es líder de los 120 indígenas wounaan nonam que viven en cuatro casas de Ciudad Bolívar. Tiene la piel morena como la fibra de coco. Cumplió 65 años, usa gafas y es respetado como el adulto mayor que contiene los saberes ancestrales. También es el que cuenta por qué su gente acabó en la selva urbana.
Su mente vuela cada vez que observa la fotografía: la aldea San Antonio de Togoromá, en la selva del Chocó. Una decena de bohíos, al borde del río San Juan. Niños desnudos, tan pequeños como arroces, caminan junto al cauce. “Esta era mi casa, mis palmas de chontaduro. El mar, cuando estaba fuerte, se oía”, recuerda.
En Bogotá ocupa una casa verde entre muchas casas humildes.Un zaguán conduce a cuatro habitaciones, de las que brotan llantos de bebés. Más allá, un hogar estrecho y renegrido, en frente del cual se observa la puerta cerrada del taller artesanal. Al fondo, un patio con árboles y dos mesones con canastos de werregue. La luz cae plena en el solar a un costado del cual hay una quinta habitación, con un jap (canoa): “Es el carro de la selva. Los de quince metros son los buses”, bromea.
Tras revelar que los únicos ríos que ha navegado en la ciudad son las avenidas llenas de carros y humo, expresa sus sentimientos: “Hablamos de la tierra porque la extrañamos, pero no vamos porque todavía está la guerra”. Tras él, llegaron seis familias, el 10 de julio de 2003.
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Sin saber que 20 años después este iba a ser el sustento de los Wounaan en Bogotá, la comunidad de Sercelino comenzó a venderle sus artesanías de werregue a la empresa Artesanías de Colombia, a principios de 1980. Fue la primera vez que vino a Bogotá, tomando una flota desde Buenaventura (Valle). En una feria de la calle 6.ª con 8.ª, cuenta, vendió toda la mercancía el día que llegó. Con las ganancias compraban jabones, sal y ropa.
Tulia Ismare, esposa de Sercelino, era una de las mujeres que aportaba su mano de obra, en el mismo tiempo que salían de su choza a rozar maleza de los cultivos. Pendían una hamaca entre dos árboles y colgaban a sus bebés. No faltaba la chicha. El calor los obligaba a refrescarse desnudos en el río. Tres sabuesos los apoyaban en la caza, que les daba para un servirse un festín.
Ahora la comida escasea y conviene repartirla en pedacitos. En una paila, ocho pedazos de hueso carnudo hierven en manteca. Las raciones deben alcanzar para más de 20. Los bebés solo gatean dentro de la casa. Nadie usa taparrabos. Estos fueron sustituidos por gruesas chaquetas y jeans.
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De Chocó mandó a traer la canoa para hacer los rituales del 24 de diciembre. En el patio elevan la embarcación dirigida al cielo y le piden al sol que les dé salud. Los varones tocan flautas y las mujeres cantan para que los niños no se enfermen. Creen en Jesucristo, aunque mantienen elementos de adoración tribal.
22 miembros de la etnia conviven en las cinco habitaciones de la casa. Solo cuatro muchachos asisten al colegio. La otra gente habita en tres viviendas del sector, pero la de Sercelino es el Dichar Di o centro social. Para cuidar su tradición, se comunican en wounaan meu, su lengua nativa. Con cartillas les enseñan a los niños y, para garantizar la vida de su etnia, solo se casan entre ellos.
El Distrito, a través de la Secretaría de Integración Social, y el Gobierno Nacional, por medio de la Unidad de Víctimas, atienden parcialmente a esta población. Empero, reclaman mejores condiciones de salud (hay miembros sin afiliación a EPS) y ayuda en proyectos productivos. Hoy, estos 120 miembros están contemplados para ser beneficiados en un proyecto de vivienda prioritaria en la localidad de Usme. Mientras tanto, pagan arriendo.
Sercelino entra al pasillo, empuja la puerta del taller e introduce la cabeza: “Voy a la cacería de plátano”, bromea. Por la hendija se vislumbra sentada una mujer adulta con las manos a la altura del pecho. Tulia Enhebra muchas veces una fibra de werregue: amamanta la artesanía. Al abrir un poco más se revela otra mujer joven. Un chorrito de luz cae del cielo raso y unta sus cabellos negros.
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En 1987, afirma Sercelino (que también era promotor de salud), su mundo empezó a cambiar. Apareció ‘El Cristo Negro’, un afro que afirmaba que con oración al padre de los cielos, las enfermedades se sanaban. Muchos lo acataron. La sanación natural de una mujer picada por una culebra los fanatizó.
Como Sercelino no creía en el autoproclamado mesías, debió ceder la gobernación del cabildo, que tuvo por años. Ahí aumentaron sus viajes a Bogotá a vender. Para conseguir las fibras, utilizaban cuchillos –aún hoy lo hacen quienes permanecen en la selva y desde allí envían la materia prima–. Con estos desprenden la corteza de la cual se extrae la fibra.
Ni en 1990, cuando apareció un brote de cólera y se llevó las primeras 4 vidas, la gente aceptó las medicinas. Al final, reconstruye, murieron 16. Fue una década en que los designios del ‘mesías’ se enquistaron en la comunidad.
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Ssshhh, sssshhh, canta la fibra mientras los dedos suben y bajan, alisando bucles. Con los índices y pulgares de sus pies, agarran un extremo y con las manos templan. Las mujeres se pasan el día en este oficio y en los domésticos. Siempre salen en grupo, a diferencia de los hombres, que son más autónomos. “Me enseñó la abuela Yerselena, y el jarrón es lo más difícil de hacer”, explica Tulia. “Hago seis manillas por día”, dice la otra. Antes, la fibra era una opción. Hoy, la fibra es una obligación.
Una vez que la producción está lista, las mujeres se la entregan a los hombres y estos a su vez la ceden a almacenes e intermediarios que la venden al consumidor final. También comercian en ferias y en plazas de mercado como La Candelaria, donde los extranjeros suelen antojarse. Es un rebusque constante, porque “en la ciudad uno no es nada si no tiene plata”, afirma el líder.
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En el 2000 se reconcilió con sus vecinos. En el 2000 se oyó por primera vez que estaba llegando gente “extraña”. Gente armada de las Farc, Eln y paramilitares, que quería sembrar coca, usar parte de las 93.405 hectáreas del Resguardo Mayor Wounaan del Bajo San Juan. “En Togoromá crecía Muntú, que es la coca natural, la que crece sola. Por eso querían venir. Pero yo dije que no los recibiéramos porque esta gente no es buena”, anota el hombre.
Pero el dinero sedujo a algunos que se metieron a sembrar y a trabajar en laboratorios de procesamiento. Luego empezaron los reclutamientos. “Salía cantidad de eso blanco (cocaína). Entonces yo dije al pueblo que no se iba a aceptar más”. Fue el preámbulo del éxodo.
A mediados de 2001 un compadre de Sercelino recibió amenazas de dos tipos que, con fusiles, iban tras la pista del líder. Le dejaron un mensaje claro: que se cuidara porque lo iban a matar. Era su vida y la de su familia. Se desplazaban o los mataban.
Nonamá, Pángala, Togoromá y otras cabildos, en los límites entre Chocó y Valle (Buenaventura), sufrieron el conflicto entre paramilitares, guerrillas y narcotraficantes. El líder de Togoromá aguantó, saliendo a Buenaventura y volviendo a entrar en el cabildo, hasta principios del 2003, cuando aparecieron indígenas muertos. Fue el punto de quiebre. El último año que pisó su tierra.
Según la Unidad de Víctimas, entre 2001 y 2015 hubo 8.555 desplazamientos forzados en Litoral de San Juan.
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Hombres wounaan, que en el 2003 eran chiquillos, recuerdan que vecinos se burlaban de ellos por hablar en su lengua madre. Los adultos intervinieron y, hoy, la vecindad los respeta. Sin embargo, el empleo no abunda para ellos.
Casi es mediodía. Las mujeres no han parado de enhebrar, dejando fibras esparcidas en el suelo. Estiran las manos y pronuncian algo en wounaan meu: sonríen por primera vez. Fuera del taller caminan los otros. Huele a cubauri, o alimento, niños corren y juguetean. Luego se oye el cantar de una flauta y esta logra detener el movimiento: todos callan porque es el esh cumenca o baile del guatín, entonado por Sercelino, quien, pacífico en la entrada del solar, convoca a los espíritus de la madre naturaleza.
FELIPE MOTOA FRANCO
Redactor de EL TIEMPO