Por: Jesus A. Flores López
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La Iglesia Católica se ha autoproclamado como la legítima continuadora del cristianismo primitivo, es decir, heredera auténtica de las personas y comunidades que afirmaron haber visto, dialogado y compartido la mesa con Jesús resucitado, luego de que fuera ajusticiado en la cruz por el Imperio Romano, como un “delincuente político”. A Jesús le reconocieron como “Hijo de Dios”, portador de un mensaje centrado en la solidaridad con los más débiles, cuya expresión central es el “Reino de Dios y toda su justicia”, que se fundamenta en “la verdad que les hará libres”.
El propósito de continuar esta tradición ha tenido una histórica encrucijada en la Iglesia, por sus mutaciones. En el Siglo IV pasó de ser una secta judía, perseguida por el imperio romano, a constituirse en su religión oficial, pese a que ese mismo Imperio había condenado y asesinado a su profeta inspirador: Jesús de Nazareth.
En consecuencia, a partir del año 312, esta Iglesia caminó aliada con el poder político dominante. En su tarea misionera llevó el “tesoro del mensaje y vida de Jesús” envuelto en una institucionalidad, cada vez más necesitada de conservar las prebendas otorgadas por los sucesivos monarcas y emperadores, hasta llegar a legitimar los diversos procesos de conquista y colonización en América y en otros continentes.
Esta “barca” no ha sido monolítica del todo, pues siempre a su interior ha habido movimientos y personajes que han propendido por mantenerse fieles al mensaje original del profeta divinizado. De ahí que ha debido establecer una férrea normatividad sobre la interpretación del texto bíblico, la definición de dogmas y la legislación propia, esta última conocida como “Derecho Canónico”.
Tras la caída de los viejos imperios europeos, la Iglesia logró ser reconocida como un estado moderno. Desde 1929, se constituyó en el “Estado Vaticano”, territorialmente el más pequeño del mundo, con el reconocimiento internacional representado por la “Santa Sede”, que maneja las relaciones diplomáticas a través de sus embajadores o Nuncios.
Partiendo de estas precisiones básicas, nos adentramos al debate que emana del seno de la Iglesia y que quedó en evidencia esta semana en Colombia. El arzobispo de Cali expresó que el actual Gobierno Nacional ha cumplido su promesa electoral de hacer “trizas” el Acuerdo de Paz, manifestado en la desprotección de los territorios, las comunidades, los líderes sociales y excombatientes asesinados, lo que en su conjunto interpreta como una venganza genocida contra los procesos de paz. Planteamiento que lo vienen afirmando muchas comunidades que padecen dichos atropellos, acrecentados durante la vigente cuarentena o aislamiento social. Es decir, el Obispo hace eco de la voz angustiante de quienes sufren los rigores de la guerra.
En los últimos años, el arzobispo Darío Monsalve se ha posicionado como una voz legítima y sólida en temas de paz, porque ha acompañado los diálogos de paz con las FARC, con el ELN, así como el acercamiento que se tuvo con los paramilitares de las AGC cuando buscaron organizar un acogimiento colectivo a la justicia. Labor que ha realizado en diálogo constante con los territorios, las comunidades locales, la comunidad internacional y estamentos del Estado.
Es de conocimiento público que la apuesta de paz le ha acarreado una constante y abierta persecución del sector que se opone a ella. Por esta razón, que lo vuelvan a atacar por sus declaraciones no es nada extraordinario. Lo diferente en esta ocasión es que apelando al principio de las relaciones diplomáticas, lograron que el Nuncio Apostólico, el embajador del Estado Vaticano, desautorizara las afirmaciones del arzobispo Monsalve acudiendo a una auténtica “leguleyada” y, así, reducir esa voz, considerada profética en el lenguaje teológico cristiano, para un sector de la Iglesia comprometido desde los territorios con la construcción de la paz y la defensa de los derechos humanos.
Cómo era de esperarse, el comunicado de prensa de la Conferencia Episcopal de Colombia (CEC) reafirmó la argumentación del alto diplomático eclesiástico. Se reedita así el relato del Evangelio en el que durante el juicio a Jesús, el discípulo Pedro, que la Iglesia Católica Romana ha considerado el “primer Papa”, negara tres veces a Jesús, diciendo que “no lo conocía”, aun cuando había compartido con él. En otras palabras, dejó solo a Jesús, cual vil traidor. Hoy esta negación se puede traducir en palabras del Nuncio: “Con respecto a las recientes declaraciones atribuidas al arzobispo de Cali relacionadas con una presunta “venganza genocida” del Gobierno del presidente Iván Duque… dicha calificación de la gestión gubernamental no corresponde a la visión que la Santa Sede de la compleja situación en la que versan…”
La segunda negación en este caso se expresa en palabras de la CEC: «Dichas afirmaciones de Mons. Darío responden a una posición personal, que no refleja el punto de vista oficial del episcopado colombiano”. Paradójicamente, no han tenido un solo pronunciamiento para reclamar respeto hacia la dignidad y el buen nombre del arzobispo de Cali, quien, en repetidas ocasiones, ha sido calumniado y catalogado como guerrillero por senadores y políticos del partido de Gobierno, primero lo señalaron de ser integrante del secretariado de las Farc, luego del ELN. Dejar sola a esta voz, en un país como Colombia, es darle el aval a sus perseguidores para lapidar a Monsalve, al igual que ya se viene haciendo con toda persona que promueva la paz.
Es de recordar que en 1979 el Arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, fue igualmente un profeta ante el gobierno genocida, en medio de la agudización de la guerra. Por aquel entonces, la Santa Sede lo dejó solo, pues es sabida las palabras del Papa Juan Pablo II exhortándolo a que se «llevara bien con el gobierno por la paz social». Al año siguiente, en 1980, fue asesinado por agentes del estado mientras celebraba la eucaristía. Recientemente, este mártir fue elevado a los altares como San Arnulfo Romero por el Papa Francisco.
Hoy en la Colombia desgarrada por décadas de violencia, prima la relación diplomática del Estado Vaticano, sobre la tradición profética que encarnó Jesús, quien dijo: “No se puede servir a dos señores”, de tal manera que, no se puede servir a la diplomacia y al profetismo. Encrucijada de la Iglesia romana desde el año 312.
**Antropólogo, teólogo y doctor en Antropología. Exdirectivo de la UNICLARETIANA. Acompañante por más de 25 años a pueblos indígenas y comunidades afrocolombianas en el Pacífico. En la actualidad Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Occidente en Cali y asesor de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico (CIVP).