La política de privatización del Estado convenció a muchos que ese era el camino al desarrollo. Los terminales marítimos no se quedaron por fuera de esas lógicas, detrás de la idea de alcanzar una infraestructura acorde con las necesidades del comercio internacional, la estatal Puertos de Colombia se convirtió en un jugoso negocio controlado por unos pocos. El 21 de diciembre de 1993 se conformó la Sociedad Portuaria Regional de Buenaventura que en menos de tres meses recibió la concesión para administrar el Terminal Marítimo.
Apenas el 17 % está en manos del sector público y el 83 % es manejado por privados. Es decir, la plata del Puerto de Buenaventura se acumula en pocos bolsillos. Para el resto del país, como comunidad, Buenaventura no existe. Lo que existe es un puerto. No en vano en clases de ciencias sociales los colombianos aprenden desde pequeños que Buenaventura es un puerto, el más importante del país. Solo eso. A un niño promedio no le enseñan que Buenaventura es un pueblo, lleno de ciudadanos, de familias y expectativas, porque lo único importante que hay que aprender es que por allí salen y entran flujos de intercambio comercial. Eso mismo que aprende un niño de primaria es lo mismo que parece tener el presidente Santos en su cabeza. Buenaventura es un puerto, y no cualquier puerto, uno que crece antipático mientras la gente vive en pésimas condiciones.
Lo que exige el Comité del Paro Cívico es la declaratoria de emergencia social y económica, un ambiente extraordinario para que el Gobierno atienda la grave situación de Buenaventura, pero el Gobierno no da la altura a la justa demanda.
En la mesa de diálogo se ha visto un Comité de Paro Cívico sensato, firme y maduro; pero un Gobierno lamentable, retórico, arrogante y torpe. Un Gobierno que llega a una mesa de negociación con una negativa inflexible en la mano, como una dictadura, y que en la madrugada manda al Esmad a sembrar el terror en barrios de gente pobre y a despertar a bebés inocentes asfixiándolos con gases.
La indecencia nacional camina las calles de Buenaventura, se burla de la gente que no tiene agua, se viste de paramilitar, se refugia en las casas de pique, danza al ritmo de los gritos de los torturados, mientras los jóvenes no tienen esperanza de acceder a la educación. El principal puerto marítimo del país le da la espalda a la gente. Funciona como una especie de enclave en el que unos pocos sacan ventaja mientras el pueblo se parte el lomo como esclavizados. A veces, la historia solo avanza para algunos.
La máxima preocupación del Gobierno es que la carga entre y salga, y durante la pasada semana demostró que está dispuesto a pasar por encima de las familias pobres usando el exceso de la fuerza policial y militar. Lo peor es que Buenaventura no es solo un puerto legal, también es un puerto ilegal. Por allí se mueve mucha de la droga que sale del país mientras que las mafias siembran el terror. Ambos puertos —el legal y el ilegal— son parte del problema.
En Buenaventura, la gente en la calle da lecciones de dignidad. Danzan, cantan, gritan, luchan. Creo que hasta el más insensato sabe que aquí lo que hay es una deuda histórica con una gente y un territorio. Es hora de que el gobierno se ponga a la altura de ese compromiso, ¡carajo!
Por Javier Ortiz
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