Pocas veces el pueblo colombiano ha esperado tanto del liderazgo espiritual de una asamblea del episcopado como hoy, cuando la crisis del proceso de paz ha sumido al país en una polarización inmanejable por la política e irreconciliable por las armas, y las expectativas se ponen en los obispos, como pastores de probada virtud, capaces de acercarse a víctimas y victimarios de todos los lados y promover la reconciliación y el perdón. Por eso se espera que la Asamblea, reunida en Medellín, que tiene como tema ‘La vida consagrada’, confirme el compromiso con la reconciliación que hicieron más de mil religiosos en la Conferencia Latinoamericana tenida en Bogotá, y rescate la grandeza espiritual que hay en el alma colombiana para dar espacio a la gracia de la esperanza audaz que Juan Pablo II dio a Solidaridad en Polonia, el obispo anglicano Tutu infundió a Sudáfrica, y Romero y Sin, arzobispos, ganaron para El Salvador y Filipinas.
Aunque el 80 por ciento de los colombianos somos católicos y la inmensa mayoría de los restantes creen en Nuestro Señor Jesucristo, el ambiente dominante es contrario a la reconciliación. La última encuesta de opinión muestra el efecto devastador de los atentados que el pueblo recibió como agresión: más de la mitad piden solución militar o rendición. Dos terceras partes no creen en La Habana. Tres cuartas partes desaprueban al Presidente.
La comunidad internacional piensa distinto. Desde el Papa en Ecuador, invitando a perseverar en la reconciliación, hasta las Naciones Unidas, pasando por Europa, América, Asia y África, el apoyo a las negociaciones de paz es unánime, a pesar de las impredecibles lentitudes y vicisitudes de estos procesos. Ante este apoyo uno no puede evitar la imagen dramática del día eventual de un acuerdo, cuando todos los países celebren el fin del conflicto y nosotros estemos en las calles, en las familias, y en las distintas comunidades diocesanas, peleando unos contra otros porque se firmó la paz.
Cabe preguntarnos qué hay detrás de este rechazo a la reconciliación y de dónde emana la desconfianza, cuando sabemos que el fracaso de las negociaciones acrecentaría la victimización y pospondría por años el regreso a una mesa de diálogo. ¿Acaso no es esto evidencia de una profunda crisis espiritual entre nosotros, que no somos capaces de aceptarnos y valorarnos como seres humanos? Porque nuestro imaginario social sigue dividiéndonos entre malos y buenos, y negando la posibilidad de que haya buena intención en el otro, así esté equivocado, de manera que hacemos imposible el diálogo para superar los errores mutuos en el respeto, y preferimos de entrada usar la violencia contra el que juzgamos a priori como perverso.
Las discrepancias en muchos aspectos son normales en una democracia. Pero hay un punto en el que el liderazgo espiritual de la Iglesia tiene que reunirnos más allá de todo interés, un punto en torno al cual la magnanimidad tiene que prevalecer y donde la aceptación respetuosa y el amor radical al ser humano, como lo mostró Jesús, tienen que trazarnos la ruta: es el propósito de la reconciliación y la paz. Propósito buscado por millones de colombianos y por los presidentes desde hace varias décadas, que nos ha permitido aprender, entre aciertos y errores, hasta llegar al rigor con que se trabaja hoy en La Habana hacia los acuerdos, para ponernos en el camino de los cambios que hagan irreversible la paz en los próximos años, independientemente de quiénes sean los gobernantes.
Por eso en este momento crítico son indispensables el vigor y la audacia espiritual del Papa y los obispos, unidos en la Iglesia de un Dios encarnado que nos ordena suspender el culto para ir primero a reconciliarnos entre hermanos y hermanas.
Francisco de Roux
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