A 30 kilómetros de Quibdó es posible entrar al río Quito, un afluente del Atrato que se distingue por su particular color ocre, una tonalidad que advierte con gran alarma que algo no anda bien aguas arriba. La primera comunidad que se avizora es la Soledad, un pequeño centro poblado en donde los lugareños deben comprar el agua que toman y los peces que comen en Quibdó porque el agua del río supera los niveles de mercurio permitidos por la Organización Mundial de la Salud.
Minutos después se encuentra San Isidro, un poblado de mayor tamaño pero donde las mujeres que por generaciones realizaron minería tradicional hoy no recogen suficiente metal para subsistir. Mucho menos pueden financiar la educación de sus hijos, quienes al finalizar la primaria, tendrían que viajar diariamente a Quibdó para recibir sus clases allí, sin contar con subsidios si quiera para costear el costoso transporte fluvial, por lo que se han visto obligados a manejar retroexcavadoras o a minear en los entables auríferos para así apoyar a sus familias.
Si se logra llegar a Villa Conto, se oirá cómo las mujeres reportan serias infecciones vaginales, y se quejan en especial de enfermedades graves en la piel de sus hijos, quienes se rehúsan a aceptar que el río ya no es su espacio de juego (el único, que en ausencia del Estado, la naturaleza les ofrecía). Además, la comunidad no entiende por qué la prosperidad agrícola que nunca les hizo pasar hambre, hoy ya no da ni para el desayuno. Más aún, la contaminación del agua del río ahora obliga a todos a desplazarse bosque adentro para encontrar pozos de agua cuando no ha llovido en más de tres días y los tanques están secos.
Finalmente, luego de pasar varios dragones y entables mineros, se encuentra la comunidad de Paimadó, el mayor poblado del municipio de Río Quito. En este casco urbano grupos paramilitares desplazaron a estudiantes del colegio hace poco y el año pasado asesinaron a un miembro de la comunidad. Allí hace presencia la policía, como a lo largo de la cuenca y, aun así, los pobladores reportan el transito constante de maquinaria minera y denuncian tener que pagarle a las autoridades para que atiendan sus necesidades comunitarias.
Este es Río Quito, el municipio más pobre de Colombia, donde es claro que la pobreza no existe por sí misma, sino que es social y ambientalmente construida y sostenida. En este municipio, como lo describe el Instituto de Investigaciones Ambientales del Pacífico, “las transformaciones en el ambiente han sido tan rápidas, profundas e intensas” que si la situación continúa así “seguramente la capacidad del ecosistema para para soportar los disturbios se sature y termine afectando totalmente la estructura y funcionalidad del mismo, aun para los individuos más resistentes a estas alteraciones”. Es decir, de no atenderse de inmediato, esta puede ser la próxima gran causa de desplazamientos masivos por contaminación ambiental en el Chocó.
Las comunidades negras de Río Quito han resistido, pero también luchado por ser escuchadas y denunciado abiertamente a las autoridades locales, regionales y nacionales que permiten esta tragedia socio-ambiental. Afortunadamente, hoy la noticia es que la justicia se ha pronunciado, y que su sentencia representa una gota de esperanza para la permanencia de las comunidades en sus territorios y la recuperación ambiental de los ríos del Chocó.
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